LA INVESTIGACIÓN EDUCATIVA: NATURALEZA, FUNCIONES Y AMBIGÜEDAD DE SUS RELACIONES CON LA PRÁCTICA Y LA POLÍTICA EDUCATIVAS.
Arturo de la Orden Hoz* y Joseph Mafokozi**
En este artículo se analizan algunos aspectos relacionados con la naturaleza y utilidad de la investigación educativa así como algunas variables que dificultan su desarrollo y la aceptación de sus resultados. Se revisa la clásica clasificación de las funciones de la investigación educati- va descubriendo la necesidad de ajustar esta propuesta a la situación evolutiva del campo. El análisis de las razones esgrimidas para justificar la imagen no siempre positiva que suele acompañar a la investigación educativa revela un panorama complejo en el que intervienen diversos componentes. En cuanto a la cuestión de la escasa pertinencia de la investigación educativa se estudian algunos de los factores ligados a ella y se sugieren algunas medidas potencialmente correctoras.No cabe duda de que tanto los profanos como los científicos se mueven y actúan en un mundo definido por lo que piensan y saben que es cierto. También conocen la existencia de zonas oscuras donde se encuentra lo que no conocen y respecto de lo cual ni siquiera preguntan o se preocupan (Wagner, 1993). En términos de conoci- miento hay una tercera zona, intermedia, caracterizada por lo que saben lo bastante bien para preguntar pero que no pueden contestar lo que preguntan: esta suele ser la zona objeto de la investigación.
Algo similar se puede decir que ocurre en el campo de la práctica y la investigación educativas. Ahora bien, en educación la dificultad de definir con claridad los contor- nos de la zona de conocimientos ciertos confiere a la investigación una función que aparece imprecisa sobre todo si se relacionan sus resultados con la mejora de la práctica educativa. La intervención de factores colaterales tales como la política o la discusión sobre modelos difuminan todavía más la verdadera función de la investiga- ción educativa y su posible alcance.
1. LA INVESTIGACIÓN EDUCATIVA COMO BÚSQUEDA DISCIPLINADA DEL CONOCIMIENTO O DE SOLUCIONES Y SU UTILIDAD
Para construir el conocimiento acerca de la educación y de la escuela, los investiga- dores recurren a una amplia variedad de fuentes y materiales. Éstos pueden incluir la experiencia directa, los conceptos y teorías personales o desarrolladas por otros, etc. Algunos de estos materiales pueden ayudar a los investigadores a contestar preguntas que ya se han planteado. Otros pueden estimular a formular nuevas preguntas. Al utilizar materiales relacionados con cuestiones ya planteadas el educador investigador llena las zonas vacías con conocimientos necesarios para su práctica educativa y en el mejor de los casos aporta conocimientos nuevos para la construcción de la ciencia. Sin embargo, esta aportación es más bien propia del uso de materiales que provocan en los científicos nuevas preguntas. Estas preguntas iluminan las zonas oscuras, zonas en las que las teorías, métodos y percepciones existentes les impiden de hecho ver los fenómenos tan claramente como sería necesario.Según la ya clásica propuesta de clasificación de Cronbach y Suppes (1969), dos son los tipos más importantes de investigación educativa: investigación orientada a decisiones e investigación orientada a conclusiones (Fig. 1). La distinción se basa en el origen de la investigación y en las limitaciones institucionales. El primer tipo tiene un origen externo al investigador y su objetivo es el de ayudar a individuos o institucio- nes tales como directores de centros escolares, profesores, fundaciones, ministerios, etc. a tomar decisiones acerca de una cuestión que les preocupa. Por lo tanto, su principal objetivo es proporcionar datos críticos que permitan garantizar que las deci- siones que se tomen aseguran la obtención de mejores resultados educativos.
Funciones
de la investigación educativa
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Ahora bien, con ser útil, esta clasificación resulta insuficiente a la luz de los aconte- cimientos que se han sucedido desde los años 70. De hecho, en torno a esas fechas la investigación de laboratorio, sobre todo de la psicología de la instrucción, experimen- tó la necesidad de trasladarse al mundo real del aula o por lo menos de recrear situaciones similares a las del aula. Al igual que en el laboratorio, el objetivo era comprender cómo los escolares proceden para aprender contenidos complejos en contextos reales. Para ello tuvieron que tomar en consideración no sólo las caracterís- ticas de los escolares como sujetos que aprenden sino también el contexto, la estructu- ra social y otras variables no consideradas en los laboratorios. Siendo el único lugar donde se puede someter a comprobación determinadas hipótesis científicas, el aula se convirtió de hecho en el protagonista de un nuevo tipo de investigación básica rele- vante para la escuela. Así apareció una tercera categoría intermedia de investigación: aquella que, sin dejar de ser básica ya que aporta datos científicos nuevos, incrementa la probabilidad de mejorar la práctica educativa. Esta tercera categoría facilitó la eclosión de una nueva perspectiva de los principales actores del entorno escolar: los investigadores aprendieron a ver al profesor no como un mero receptor de resultados producidos por la investigación universitaria sino como un profesional capaz de producir cambios, de transformar. Esta tercera categoría hace que se difuminen los límites que separan la investigación básica de la investigación aplicada. Entre las consecuencias que se puede destacar ante esta situación cabe señalar que por una parte se aboga cada vez con más fuerza por la atenuación de los estrictos controles característicos de la investigación experimental y por otra se atisba una posible solu- ción al grave problema de la comunicación de los resultados obtenidos a los profesio- nales de la enseñanza.
En cuanto a la utilidad inmediata de los resultados de la investigación educativa, los dos tipos principales definidos por Cronbach y Suppes se diferencian notablemen- te. En general, se considera que la investigación de orientación cuantitativa o clásica aparece con menor capacidad de modificación directa de la realidad escolar (Klafki, 1988); puede ser que a veces ni siquiera se plantee conscientemente esta posibilidad. Por otra parte, la búsqueda de generalizaciones impide que sean tomadas en conside- ración condiciones muy específicas de determinados centros, alumnos o profesores, que son las que precisamente mejor definen la realidad escolar circundante. Ahora bien, aunque la influencia directa en la práctica educativa no sea una característica definitoria de la investigación básica, hemos de reconocer que una parte sustancial del progreso en educación, al igual que en medicina, esté vinculada a este tipo de investi- gación (Kerlinger, 1981).
En cuanto a los investigadores educativos de orientación cualitativa defienden este modelo porque consideran que goza de una gran capacidad para comprender la extraordinaria complejidad del fenómeno educativo. Ahora bien, hemos de reconocer que esta concepción de la investigación se polariza más en el contexto del descubri- miento que en el de la verificación (De Miguel, 1988) a expensas, entre otros tributos, de su capacidad de generalización. En cambio, la voluntad de reflejar la realidad educativa facilita la participación de los docentes en el proceso de investigación. Todo ello realza el carácter instrumental que desde la práctica educativa se quiere asignar a
cualquier tarea investigadora (Nieto, 1996). Así la investigación evaluativa llevada a cabo en el marco del diagnóstico del sistema educativo español no sólo ha de permitir obtener una visión actualizada de la situación educativa de los niveles seleccionados por considerarlos significativos sino también proyectar actuaciones correctoras a la vista de lo descubierto (INCE, 1997). Sin embargo, en este caso no se puede afirmar que el resultado global obtenido de todo el proceso sea fundamentalmente cuantitati- vo o cualitativo: se trata más bien de una amalgama que bien podría ser la consecuen- cia de la intervención de distintas sensibilidades investigadoras. Aunque en los extre- mos del continuo de modelos de investigación las características procedimentales quedan claramente especificadas, en el espacio de encuentro todo se difumina y parece prestarse más fácilmente a los intentos de integración metodológica que se vienen propugnando de un tiempo a esta parte (Bericat, 1999).
Por otra parte, aunque se pueda resolver el problema de la transferencia y uso de los resultados de la investigación, apenas se plantea la cuestión de la influencia de los profesionales de la educación en el área de las técnicas de investigación. Ciertamente está plenamente asumido que sean los investigadores profesionales los encargados no sólo de proporcionar las técnicas de investigación a los profesionales de la docencia interesados sino también de mejorarlas llegado el caso. Esto es desde luego lo que ocurre en el marco de la investigación cuantitativa. En cuanto a la investigación cualitativa es incluso posible en teoría que lo que en esta corriente se denomina diseño sea modificado en función de las sugerencias de los participantes, por lo que la influencia de los profesionales de la docencia puede ser mayor. A este respecto queda por evaluar si tal influencia supone una aportación que implica una clara mejora, más allá de las optimistas afirmaciones que comúnmente se lanzan.
1. LA IMAGEN DE LA INVESTIGACIÓN EDUCATIVA
En una serie de artículos breves firmados por ex-presidentes de AERA durante el último cuarto de siglo y publicados por Educational Researcher en los números de sus volúmenes 26 y 27 (1997 y 1998) bajo el epígrafe genérico «The Vision Thing»: Educa- tional Research and AERA in the 21st Century, se hace una radiografía de la investiga- ción pedagógica y su futuro inmediato1. Las visiones son variadas pero, junto a ciertos rasgos más o menos positivos, se insinúa que la imagen de la investigación en el marco científico-académico se identifica con un añadido que se tolera, y al que se recuerda con frecuencia que no puede aspirar a situarse en el mismo nivel que las ciencias por excelencia. Y en cierta medida, la idea de arte que caracteriza a la educa- ción refuerza para la pedagogía este estigma de ciencia menor. Dentro de este mismo campo no faltan quienes sugieren más o menos abiertamente que los investigadores.1 En el número 4 del volumen 26 de la revista Educational Researcher de AERA, se inicia la primera de una serie de cinco entregas en las que diecisiete ex-presidentes exponen sus puntos de vista sobre el futuro de la investigación educativa: Part 1: Competing Visions of What Educational Researchers Should Do (1997); Part 2: Competing Visions for Enhancing the Impact of Educational Research (1997); Part 3: Perspec- tives on the Research-Practice Relationship (1997); Part 4: The Future of Scholarly Communications (1997); Part 5: A Vision for Educational Research and AERA in the 21st Century (1998).
educativos deben aprender a convivir con una forma menor de conocimiento (Laba- ree, 1998). Además de los problemas intrínsecos, la investigación educativa viene afectada por una serie de circunstancias que acentúan su imagen negativa. Entre estas cabe destacar las siguientes: (a) la pérdida de la inversión económica; (b) la división de la comunidad científica; (c) la excesiva politización del campo; y (d) el carácter obvio de las cuestiones estudiadas y los resultados obtenidos (Gage, 1991; Kaestle, 1993).
a) La pérdida de la inversión económica
Comparados con los resultados de la investigación médica, por ejemplo, los de la investigación educativa aparecen claramente infravalorados, sobre todo a la vista de la cantidad de fondos invertidos en la tarea. Así, se suele dar por sentado que, puesto que todo el mundo ha pasado por la escuela, sabe en qué consiste una buena enseñan- za. Siguiendo con este razonamiento, lógicamente no haría falta investigar al respecto. Se admite sin discusión que nadie está en condiciones de curarse solo una enfermedad de cierta gravedad; en cambio se acepta, como si fuera una obviedad, que cualquier persona sensata sabría cómo mantener el orden en un aula de 3º ESO con alumnos desmotivados procedentes de un barrio del extrarradio de una gran ciudad moderna. Si un equipo de investigadores educativos llega a la conclusión de que, para ser eficaz, la educación debe iniciarse antes de la escolarización formal y además ser continua, se le sugiere que para semejante resultado no hacía falta invertir tantos millones. Sin embargo, lo que parece evidente hoy es el resultado de décadas de pacientes pesqui- sas que en ciertos casos ha ido integrándose en la actividad cotidiana de los profesio- nales de la enseñanza y hasta ha tenido alguna influencia en las decisiones de los legisladores.Ahora bien, quizá la progresiva reducción relativa de la financiación dedicada a la investigación educativa esté reflejando esa impresión desfavorable generalizada. Por una parte, los legisladores podrían estar convencidos de que la investigación educati- va carece de pertinencia. Habiendo estado ellos mismos en la escuela durante al menos una década de su vida, sucumbirían a la tentación de dar por supuesto que saben lo que los nuevos educandos necesitan. A la vista de la manera un tanto accidentada en que se están aplicando las numerosas leyes promulgadas a lo largo de los últimos quince años, cabe preguntarse si ha habido una suficiente investigación previa para el estudio de las consecuencias tanto positivas como negativas de las mismas. Más bien, parece que los legisladores han cedido unas veces a la presión ideológica del partido o coalición gobernante y otras a una cierta corriente voluntaris- ta minoritaria cuyo empuje ha sido frenado por las fuertes lagunas de los maestros y profesores en los campos relacionados con los nuevos cometidos que debían asumir en la reforma educativa (García Llamas, 1998).
Por otra parte, a la hora de valorar las evidentes mejoras que se producen en la escuela, no se reconoce ni política ni socialmente el papel de la investigación educati- va. Así, mientras se admite, por ejemplo, que el control de la tuberculosis es un importante logro de la investigación médica, se minimiza o se ignora el papel de la investigación educativa en la mejora de las técnicas de enseñanza o en la atención
instructiva diferenciada. Bien es cierto que los efectos de la investigación educativa tardan mucho tiempo en hacerse patentes o son excesivamente locales. Pero de ello no se puede culpar a la investigación: después de todo, ésta no controla cuándo, cómo, por qué y a través de quién sus propuestas teóricas alcanzan el ámbito escolar.
Así pues, a nivel general, no se vislumbra una propuesta que sea lo bastante convincente para que la gente crea que la investigación educativa es valiosa per se y que no es suficiente haber pasado por la escuela para saber cómo debería funcionar correctamente. Más bien se sugiere potenciar la divulgación a través de una activa cooperación entre la investigación y la práctica y el estudio de problemas concretos referidos a comunidades específicas para contrarrestar la imagen de la investigación educativa y así devolver la confianza a los contribuyentes respecto de su inversión.
b) La división de la comunidad científica
A diferencia de otros campos científicos que dan la impresión de gozar de una envidiable unidad, la investigación educativa se caracteriza por la división y la rivali- dad entre los pedagogos. Esta división podría tener como origen el efecto conjunto debido a la constante reorganización, la carencia de consenso y una irremediable falta de seguridad.Cualquier cambio gubernamental que afecta a los organismos estatales o regiona- les responsables de cuestiones educativas inevitablemente tiene efectos sobre la línea investigadora en vigor. Podría parecer que el hecho de haber sido esbozadas las funciones del INCE (Instituto de Calidad y Evaluación) en la LOGSE (Art. 62), por ejemplo, protegería a este organismo de las turbulencias debidas a los cambios perso- nales en la cúpula. Sin embargo, la previsión del apartado 4 del artículo que especifica que «Las Administraciones educativas participarán en el gobierno y funcionamiento del Instituto de Calidad y Evaluación. …» deja abierta la posibilidad de que influen- cias extrañas al ámbito estricto de la investigación y evaluación interfieran. Es eviden- te que los cambios que se producen, bien sea para clarificar el papel de este tipo de organismos en el marco del sistema educativo o bien para nombrar a sus directivos, implican rupturas que pueden ser beneficiosas en unos casos y perniciosas en otros. Una historia comparativa de este tipo de organismos debería poder indicar bajo qué clase de liderazgo fue mayor su productividad y cuál fue la calidad alcanzada.
La falta de consenso de la comunidad científica en prácticamente todos los aspec- tos relacionados con la investigación educativa (metas, resultados, prioridades y pro- cedimientos de financiación) marca el segundo eje de la impresión de fragmentación. El desacuerdo sobre las metas apenas sorprende, pues es el efecto directo de la in- fluencia de la política: cada administración, nacional o autonómica, quiere marcar su diferencia intentando alcanzar un objetivo diferente. Mientras en algunas comunida- des autónomas se concede una gran importancia al estudio del bilingüismo y sus efectos sobre el rendimiento escolar, por ejemplo, desde la administración estatal se potencian estudios que garanticen el logro de un nivel mínimo para todos los ciudada- nos en proceso de formación. Esta situación obliga a adecuar las líneas de investiga- ción para poder obtener financiación más fácilmente. El efecto de esta exigencia se adivina sobre todo en las convocatorias autonómicas en las que las bases piden espe- cíficamente que los resultados obtenidos puedan ser aplicables en la correspondiente comunidad. La politización que resulta de este proceder es evidente: los proyectos se diseñan de forma tal que puedan convencer a los seleccionadores que han de decidir en una comisión nombrada y dirigida por el correspondiente director general de investigación. La distracción que esta presión provoca en los investigadores lleva a la disgregación en pequeños grupos inconexos, en cierto modo incapaces de producir algo susceptible de ser puesto en común.
Sin embargo, se puede sospechar que la ausencia de consenso sobre las metas va más allá de la influencia política: podría ser el resultado de la falta de consistencia del campo donde actúan los investigadores educativos. Al no poder proporcionar datos claros para una tajante toma de decisión a favor de una u otra línea de actuación, la investigación educativa opta por un poco de todo.
La carencia de consenso alcanza hasta los resultados de la investigación educativa, dando la impresión de que hay pocos conocimientos sólidos acumulados. De hecho, en la literatura ad hoc se pueden encontrar tantos estudios a favor de un determinado modo de entender la educación y la enseñanza como en contra. El resultado de los esfuerzos por forjar algo parecido a un consenso todavía está por llegar. Posiblemente la propuesta metaanálitica sea una solución que conviene tomar seriamente en consi- deración. A la espera de que el metaanálisis ofrezca una visión unitaria de los resulta- dos alcanzados hasta ahora, la diversidad no hace sino incrementar la sensación de disgregación de la comunidad científica.
Los cambios competenciales entre los distintos niveles de la administración educa- tiva y, por lo tanto, de la investigación en este campo, no constituyen, desde luego el contexto idóneo para que los investigadores puedan asegurar que van hacer las cosas como creen que deben hacerlas, mucho menos los principiantes o aquellos que no son investigadores de reconocido prestigio.
Por otro lado, si no se dispone de un programa de investigación definido en términos claros o los criterios para seleccionar entre los proyectos de los solicitantes de financiación son imprecisos, no se puede tener un programa de calidad. Además cuando los investigadores se quejan más o menos abierta y públicamente al respecto, se incrementa la impresión de división y precariedad. Así, la queja sobre la falta de especificación y de publicidad de los criterios de evaluación/selección de proyectos del CIDE (Velaz de Medrano, 1997) evidencia una sensación de inseguridad de una parte de la comunidad científica española.
c) La excesiva politización del campo
Aunque los educadores sigan empeñados en presentar la enseñanza y la educación como campos que deben mantenerse independientes de las opciones políticas, proba- blemente sea un anhelo imposible: el hecho de que esté prevista una importante partida de los presupuestos generales del Estado muestra que existe una lógica pre- ocupación en las más altas esferas de la política nacional. Lo que puede variar, en función de las sensibilidades políticas, es la cuantía de la asignación y/o el modo concreto en que se piensa lograr determinados objetivos como la universalidad de la educación o el incremento de su calidad. A este respecto, por ejemplo, nadie discute el objetivo en sí sino que las tensiones políticas surgen a la hora de definir los modos de concretar los medios así como el reparto de los mismos. En este marco, los resultados de la investigación educativa se utilizan para apoyar cada uno sus propias tesis. Así, algunos de los resultados del «Diagnóstico del Sistema Educativo. La escuela secundaria obligatoria» (INCE, 1997) fueron interpretados a veces erróneamente, pero casi siempre a favor de determinadas tesis, a pesar de las claras advertencias de los investigadores. Esta tendencia a la politización acaba dando la impresión de que la investigación educativa no es científica, de que los hechos pueden ser manipulados sin que ocurran consecuencias irreparables. Sin embargo, la política puede también trabajar a favor de la investigación educativa, aunque en este caso los investigadores de reconocido pres- tigio necesitan poseer un fino olfato político para saber cómo, cuándo y a quién dirigirse para solicitar la financiación necesaria para ejecutar los proyectos de investigación que se consideren prioritarios.
d) El carácter obvio de las cuestiones estudiadas
Desde filósofos de las ciencias sociales (Phillips, 1985), pasando por investigadores en ciencias mejor asentadas, escritores, profanos, políticos e incluso prestigiosos edu- cadores, muchos han destacado el carácter obvio de los resultados de la investigación educativa. De allí a acusar a la investigación educativa de perogrullesca sólo hay un paso: las afirmaciones contenidas por ejemplo en el modelo del aprendizaje escolar de
J. B. Carroll, el aprendizaje para el dominio de Benjamin Bloom o el concepto del tiempo implicado en la tarea académica desarrollado por Charles Fisher y David Berliner provocan una sonrisa compasiva, pues parece evidente que cuanto más tiem- po pase un alumno estudiando, practicando e implicado en los contenidos o destrezas a aprender, más elevado será el aprendizaje logrado. En el mismo sentido, es inútil extrañarse ante el hecho de que las correlaciones entre el tiempo implicado en la tarea y el rendimiento no sean perfectas, porque fuera del laboratorio los resultados correla- cionales nunca son perfectos, ni siquiera en las ciencias naturales. En estas circunstan- cias, no se puede hablar de investigar en ciencias sociales sin ser acusado de querer descubrir lo obvio.
Probablemente la crítica más acerba, y probablemente injusta, sea la que manifies- tan los profesionales que están trabajando a diario con los alumnos. Con demasiada frecuencia se oye destacar la inutilidad de la investigación educativa para el trabajo cotidiano en el aula. Parece como si los investigadores dedicaran lo mejor de sus fuerzas a desentrañar algo que ya conocen los profesores o que no sirve para nada puesto que no sale de los cajones de las mesas de los despachos universitarios para servir de guía a la tarea del maestro en su aula. Y si consigue llegar al aula su utilidad resulta muy cuestionable pues no responde a las características de las condiciones concretas en las que cada especialista desarrolla su labor. Demasiada distancia entre el teórico universitario, sobre todo el cuantitativo, y el profesional que está al pie del cañón.
Conviene observar, sin embargo, que la mayoría de las críticas vertidas contra la investigación educativa no son suficientemente específicas. Los autores de tales afir- maciones generalmente no realizan ningún análisis de contenidos para criticar resulta- dos concretos. Un estudio más detenido de algunos de los resultados calificados como truismos revela un panorama bien distinto. Veamos un caso: si fuera una verdad de Perogrullo que los pequeños grupos son más fáciles de controlar que los grandes, entonces su tiempo dedicado a la tarea y su rendimiento deberían ser mayores. Y sin embargo, los investigadores de estos asuntos conocen muy bien lo difícil que es esta cuestión y otras parecidas.
A modo de ejemplo, el notable trabajo de Fraser (1987) sobre los aspectos más importantes de un modelo de aprendizaje del alumno resulta bastante revelador al respecto: de los 7.827 estudios de que consta su revisión meta-analítica, 77 se refieren concretamente al estudio del rendimiento en clases de pocos alumnos; las 725 relacio- nes obtenidas a partir de una ingente muestra de 900.000 alumnos arrojan una magni- tud del efecto general francamente despreciable de r = -0.04. No obstante, concluye esta sección con un comentario muy esclarecedor: «Sin embargo, la relación puede ser marcadamente diferente dependiendo de los tamaños de clase comparados. Una dife- rencia entre una clase de 40 alumnos y otra de sólo 1 es substancial, en cambio es despreciable la diferencia entre una clase de 40 y otra de 30. La relación con el rendimiento se expresa mejor con un gráfico en la que se dibuja una curva exponencial con un eje en 1, un punto de inflexión alrededor de 15 y una asíntota más baja en torno a 30-40» (Fraser, 1987). En otras palabras la relación entre tamaño de una clase y rendimiento no es una perogrullada; su carácter probabilístico se evidencia en el hecho de que para obtener una mejora del rendimiento de alrededor de un percentil es necesario reducir la clase entre un tercio y la mitad. Eso, además, quiere decir que otras variables tales como la duración de la instrucción y otras características tanto individuales como ambientales mediatizan esta relación.
Lo que bien podría considerarse una perogrullada es afirmar que un resultado dado en el ámbito educativo es el fruto de la influencia conjunta de muchas variables. Lo que de ningún modo debería considerarse innecesario es el esfuerzo orientado a averiguar la naturaleza de ese conjunto de variables y la fuerza que las relaciona con el resultado observado o esperado. La aceptación de la existencia de relaciones proba- bilísticas expresadas bajo la forma de, por ejemplo, los alumnos tienden a aprender más, cuanto más tiempo invierten en una materia, implica asignarle a la investigación la tarea de determinar la fuerza de la tendencia o la magnitud de una correlación hipotetizada. A juicio de Gage (1991), aquí radicaría una de las claves de la solución del problema de los truismos en la investigación educativa: la investigación se hace necesaria para convertir las expresiones genéricas, de algún modo siempre verdade- ras, en algo más específico y valioso para la teoría y la práctica. En otras palabras, aunque la expresión general sea una perogrullada, su concreción, o sea determinar la magnitud de la probabilidad y los factores que afectan esa magnitud, exige investiga- ción.
Por otra parte, llaman la atención los resultados de la investigación de las condicio- nes en las que la gente afirma que una conclusión dada es obvia. De un ingenioso estudio de Baratz en 1983 (Gage, 1991) replicado y ampliado por Wong cuatro años más tarde, diseñado para evaluar el grado en que la gente, erudita o no, realiza afirmaciones que contradicen la evidencia empírica y/o el sentido común, se saca una conclusión aleccionadora: el conocimiento previo de un resultado aumenta la impre- sión de que ese resultado es evidente, sea conforme a lo obtenido en la indagación experimental u observacional o no. Por otra parte, ante dos formulaciones opuestas del resultado de una investigación la gente encuentra difícil distinguir los verdaderos descubrimientos de los falsos.
Se pueden encontrar otros muchos ejemplos en el contexto de la investigación educativa en los que el reproche de emplear su tiempo en averiguar truismos debería ser revisado. Aunque personas inteligentes pudieran siempre predecir sin investiga- ción la dirección de una relación entre dos variables, no podría predecir ni su magni- tud ni sus contingencias sin un conocimiento basado en la investigación.
La conclusión que como fruto de estos estudios se podría sacar es relativamente clara: considerar que los resultados obtenidos por la investigación educativa son obvios es muy cuestionable; la sensación de que la conclusión obtenida de una inves- tigación es obvia carece de fiabilidad. Si fuera fiable, cualquier persona podría realizar predicciones certeras o evitar dejarse engañar por sus sentidos o por el ambiente. Ahora bien, por supuesto, podría decirse que en sus diseños los investigadores Baratz, Wong y otros no tuvieron en cuenta el campo de formación de los investigados y que por lo tanto era inevitable, obvio, que obtuvieran los resultados que acabamos de comentar. Aunque eso pueda ser cierto, los resultados siguen siendo válidos, sobre todo con respecto a la investigación educativa. Por una parte, nadie puede asegurar que lo sabe todo sobre todos los temas. Por lo tanto una sombra de ignorancia se proyecta sobre todo el mundo en alguna esfera de sus conocimientos. Por otra parte, en cuestiones relacionadas con lo humano da la impresión de que la ignorancia se transmuta en sabiduría. Y si a eso se añade el hecho innegable de que todo ser humano es de algún modo, en alguna de sus facetas, objeto de estudio de las ciencias sociales se puede comprender lo que sucede ante determinadas situaciones: el sujeto objeto de investigación en ciencias humanas puede considerarse legitimado para rea- lizar cualquier tipo de afirmación tanto a priori como a posteriori sobre los resultados de las indagaciones realizadas sobre él y sus semejantes. En ese sentido parece desde luego inevitable que se considere obvia cualquier afirmación realizada acerca de la conducta humana.
La tendencia a aceptar cualquier resultado como obvio o a formular afirmaciones sin una fundamentación sólida hace necesaria la investigación. Esta necesidad es aún más imperiosa dado que el objeto de la investigación educativa facilita la formulación de tales afirmaciones, en algunas ocasiones rotundas, por parte de un número consi- derable de sujetos.
1. BAJO NIVEL DE PERTINENCIA DE LA INVESTIGACIÓN EDUCATIVA
El combativo optimismo surgido a principios de siglo acerca de la influencia posi- tiva de la investigación en la práctica educativa fue dejando paulatinamente paso a una ola de pesimismo ante los insatisfactorios resultados constatados por la evalua- ción en los años 60 y 70 en contra de lo esperado y de la magnitud de las inversiones realizadas, sobre todo en los Estados Unidos. Del estudio de la desconexión percibida entre la investigación y la práctica educativa se desprenden las siguientes hipótesis (Kennedy, 1997; Klafki, 1988; Nieto, 1996): (a) carencia de poder de convicción de la investigación, (b) escasa relevancia para el profesorado, (c) baja accesibilidad de los resultados de la investigación y (d) cierta indefinición del sistema educativo, (e) ambi- güedad de las relaciones entre el investigador y el profesional de la enseñanza.
a) Carencia de poder de convicción de la investigación educativa
El tipo de diseño adoptado en torno a los años 40 y con indudables efectos en las décadas subsiguientes fue el experimental por considerarse el más indicado no sólo para verificar las mejoras educativas sino sobre todo para establecer una tradición acumulativa de mejoras consistentes (Campbell & Stanley, 1978). El problema con este tipo de diseño es que frenó la investigación sobre enfoques complejos de la enseñanza, dada la imposibilidad de controlar las influencias externas sobre el aprendizaje. A este respecto baste mencionar las dificultades encontradas a la hora de verificar la consis- tencia de los efectos ATI. A esto hay que añadir la limitada capacidad de los investiga- dores para concebir tipos complejos de enseñanza tales como el aprendizaje por des- cubrimiento, la educación abierta, los programas de autocontrol cognitivo-conductual, etc. o la diversa conceptualización de variables consideradas fundamentales como son las habilidades intelectuales, las características de personalidad o los estilos cognitivos.
Las laboriosas discusiones técnicas en torno a la validez de las conclusiones deriva- das de estudios que no cumplen todos los requisitos de control han alcanzado tal grado de complejidad que se precisa un altísimo nivel de especialización para seguir- las. Estos debates, algunos de larga duración, acaban dando la impresión de que las cuestiones discutidas nunca serán satisfactoriamente resueltas. Tanto es así que algu- nos investigadores llegan a admitir abiertamente su incapacidad de generar descubri- mientos estables que puedan proporcionar una base sólida para las teorías acerca de fenómenos sociales tales como la enseñanza y el aprendizaje (Labaree, 1998). Ahora bien, esta demostración de franqueza y humildad no impide que se siga discutiendo aún hoy acerca de la necesidad de los diseños experimentales aunque esta vez las sugerencias vayan en otra dirección. Así, algunos sugieren que puesto que no se pueden eliminar todas las posibles hipótesis rivales, habría que acomodarse a esta situación no forzando más allá de lo razonable el control de todas las variables (Brown, 1992). Todo ello coadyuva a perpetuar la distancia que separa al investigador del profesional del aula y merma gravemente las posibilidades de que el profesor se sienta compelido a poner en práctica lo que se le propone.
b) Escasa relevancia para el profesorado
Con el paso del tiempo la investigación se ha ido acercando al ámbito de la clase: del laboratorio se ha trasladado al aula aunque los profesores siguen acusando la carencia de investigaciones que reflejen su tarea diaria. Parte del proceso investigador se ha centrado en el profesor, aplicando como técnica fundamental el estudio de tipo naturalista e intentando desentrañar la vida del aula. Otra línea se orientó hacia el estudio de las adaptaciones de los alumnos a la vida escolar. La resultante de ambas líneas es el descubrimiento de un contexto caracterizado por la incertidumbre. Para asegurar algún nivel de certidumbre los profesores recurren a la especificación de ciertas rutinas, que, si bien tienen la virtualidad de precisar qué se puede esperar de cada uno en un momento dado, acaban desvirtuando algunas de las funciones educa- tivas del profesor.
Por otra parte, también los investigadores se ven enfrentados a la incertidumbre; para contrarrestar sus efectos, recurren a la utilización de mejores diseños y modos de control, verificación y replicación. Además, todo lo expuesto ofrece claves para com- prender por qué la investigación no es percibida como especialmente relevante por y para los profesores. Ahora bien, por otra parte, cabe preguntarse si los esfuerzos tendentes a ver la clase como la ven los profesores no conducen la investigación hacia un callejón sin salida, a menos que esa visión quede compensada por una propuesta rectificadora de una situación que a todas luces no satisface a nadie.
A juicio de Robinson (1998), el desencuentro al que parecen condenadas las contri- buciones de la investigación educativa a la práctica se debe ante todo al hecho de llevarse a cabo al margen de las preocupaciones de los potenciales usuarios de los resultados que se pueda obtener. Por ello, teniendo en cuenta que la educación es ante todo intervención, la actividad investigadora a este respecto debe adoptar una metodología basada en la solución de problemas, lo que supone, en primer lugar, identificar la naturaleza de la práctica educativa que se pretende modificar como un conjunto de actividades destinadas a resolver problemas acerca de qué hacer en determinadas situaciones. Esto a su vez implica una teoría explicativa de la naturale- za de un problema, ayudaría a comprender lo que significa solucionar uno y en consecuencia entender cómo la investigación podría influir en el proceso (Nickles, 1988).
c) Baja accesibilidad de los resultados de la investigación
La constatación de que los descubrimientos realizados en los ámbitos dedicados a la investigación, fundamentalmente universitarios, apenas si sobrepasaban los límites de tales ambientes propició la creación de distintos medios y foros para facilitar su diseminación. Simultáneamente se intentó analizar la influencia de los descubrimien- tos científicos en los profesores. Se descubrió que los profesores no se interesan por las técnicas, aun aquellas consideradas eficaces, para su aplicación directa en sus aulas. En su lugar buscan las ideas y conceptos, que una vez debidamente combinados con otras ideas y con sus propias experiencias, les ayudan a comprender sus situaciones o a inventar respuestas específicas. Más aún, las innovaciones propuestas a los profeso- res bajo la forma de paquetes o programas tales como IPI, PSI, etc. siempre sufren algún tipo de adaptación, generalmente en respuesta a las exigencias ambientales (Corno y Snow, 1986).
Una segunda constatación pone en evidencia la capacidad de resistencia al cambio de las creencias y valores previos de los profesores (Marchant, 1992; Bird et al., 1993). Algunas de estas creencias y valores se forjan tanto durante el proceso escolar como a lo largo de todo el ciclo formativo profesionalizante y van determinando paulatina- mente el perfil docente de los futuros profesores y su papel en el marco del aula. Lógicamente ante una red de creencias y valores resistentes al cambio, las propuestas innovadoras tienen una escasa capacidad de convicción, aunque vengan avaladas por un poderoso aparato investigador y apoyadas en un aceptado argumento de autoridad. En estas condiciones, tanto los investigadores como los defensores de distintos tipos de reformas educativas se encuentran prácticamente inermes. Aunque se garantice la accesibilidad física de los resultados de la investigación es poco probable que tengan el impacto deseado. En consecuencia, la cuestión reside no sólo en facilitar el acceso sino sobre todo en asegurar una adecuada comunicación conceptual ya que sin ésta no es posible aspirar a la modificación de las creencias y valores previos como paso anterior a la aceptación del cambio. Además de adecuados diseños de investigación aplicados a cuestiones relevantes, el punto crítico reside en la capacidad de la investigación para influir positivamente en el pensamiento de los potenciales usuarios de los resultados alcanzados, los profe- sores.
De hecho, los estudios llevados a cabo en torno a las actitudes docentes sugieren que éstas tienen un innegable impacto no sólo en la enseñanza sino también en el aprendizaje de los alumnos; además se han podido identificar diferencias dentro de la comunidad escolar. Así se han observado discrepancias entre equipos directivos y cuerpo docente; el problema se complica extraordinariamente cuando algunos do- centes tienen que asumir el papel de administradores. Los esfuerzos investigadores han precisado las conductas docentes relacionadas con la enseñanza eficaz considera- da desde la perspectiva de la producción de un alto rendimiento discente. Este hecho ha favorecido no sólo el diseño de programas formativos sino también la especifica- ción de políticas formativas y de procedimientos de evaluación que podrían afectar a los centros de formación del profesorado, a la administración escolar, a los profesores y a los escolares. Sin embargo, estudios posteriores sobre cómo los profesores perci- ben las conductas docentes eficaces han arrojado resultados más bien decepcionan- tes: a los profesores les resulta difícil establecer una lista clara de conductas docentes eficaces. Los juicios valorativos de los equipos directivos sobre los profesores van en la misma línea. Al comparar las actitudes de los profesores y de otros grupos de la comunidad escolar hacia las conductas docentes que la investigación ha probado como eficaces, se observa que las diferencias no se deben tanto al tamaño del aula, al rendimiento de los alumnos o a la asignatura impartida como al nivel o al ciclo de enseñanza. Estas actitudes no parecen relacionadas con el grado académico del profe- sor o con sus hábitos de consulta y lectura de la bibliografía especializada; en cambio sí están relacionadas con el sexo y la experiencia, siendo las mujeres así como los profesores con pocos años de experiencia los que se muestran más receptivos ante las propuestas de conductas docentes basadas en la investigación (Marchant, 1992). Aun- que la experiencia no tiene por qué influir negativamente sobre la capacidad docente, cabe pensar que la inevitable rigidez que se adquiere con el tiempo debería ser compensada con una formación continua adecuada.
Por otra parte, para que los futuros maestros y profesores lleguen a conocer la existencia de alternativas de acción didáctica y educativa en general necesitan ser expuestos a la información adecuada. El problema aún no resuelto radica en cómo los profesores en formación (tanto en la fase teórica como en prácticas) pueden adquirir esta información y desarrollar las destrezas necesarias para aplicarla. Curiosamente, a pesar de conocer las delicadas implicaciones de la formación del profesorado, tanto los diseñadores de la política formativa de los futuros docentes como los distintos responsables directos de su formación siguen ignorando las bases de la investigación para la elaboración de las políticas y los planes formativos. Como ya apuntaba Haber- man (1985), el desarrollo de los programas para la formación del profesorado, sobre todo para la enseñanza primaria, se basa ante todo en la política universitaria. En general, el profesorado universitario tiende a la abstracción y a centrarse en la materia que imparte mientras el futuro maestro necesita adquirir destrezas orientadas a sus tareas dentro del aula. Entre los criterios relevantes adoptados para diseñar los pro- gramas formativos apenas se vislumbra este tipo de preocupaciones. Así pues, si el profesorado de los centros de formación de maestros no concede la debida importan- cia a la investigación, como medio de definir los modelos prácticos de formación, está de hecho, alejándose de las necesidades de los futuros docentes y perdiendo la opor- tunidad de proporcionar una fundamentación científico-profesional a la función do- cente (Kagan, 1989; Labaree, 1992).
Más aún, si la formación del profesorado de enseñanza primaria, aunque con limitaciones, está especificada con suficiente detalle en la legislación educativa espa- ñola, la formación pedagógica y didáctica de los profesores de la enseñanza secunda- ria se encuentra en una situación cuando menos insólita. Por una parte, aunque la adscripción de los maestros pueda paliar, provisionalmente, el difícil problema de la puesta en marcha de los nuevos planes de estudios, en el fondo se trata de una decisión que no hace sino postergar injustificadamente la solución definitiva a un problema que ha sido resuelto con diversa fortuna en los países del entorno europeo. Si se admite que los licenciados deben ser los docentes naturales de la enseñanza secundaria, cabe preguntarse si la exigencia de que realicen el Curso de Aptitud Pedagógica, a veces en condiciones muy precarias, garantiza una mínima capacitación didáctica y pedagógica. Si ya es difícil conseguir que algunas conductas docentes consideradas eficaces por la investigación educativa entren a formar parte del bagaje formativo que se adquiere a lo largo de los tres densos cursos establecidos para los maestros, resulta ilusorio pensar que se puede obtener algún resultado aceptable mediante un CAP impartido a través de textos, a veces únicos y de discutible coheren- cia, que el alumno debe aprender solo y sin ningún tipo de experiencia práctica, como ocurre en algunos ICEs. En estas circunstancias, sería casi un milagro llegar a conven- cer a estos docentes de que la investigación educativa no sólo existe sino que también ha producido resultados que aparecen bajo la forma de propuestas de conductas docentes eficaces. Por otro lado, si el mismo profesorado universitario se muestra cada vez más receptivo en relación con su capacitación didáctica y pedagógica (Cruz et al., 1993; Pablos, et al., 1993), sería lógico que aquellos licenciados que no lo sean de Pedagogía o Ciencias de la Educación y que piensen dedicarse a la enseñanza reciban una formación completa para que puedan cumplir sus tareas adecuadamente.
Así pues, los maestros y los profesores de secundaria necesitan convertirse en consumidores avanzados de Investigación y Desarrollo educativos (I+D). De hecho sus programas formativos deberían basarse en los conocimientos proporcionados por la investigación actual. Aunque este modus operandi no garantice una milagrosa transformación de las facultades/escuelas de formación del profesorado o de los ICEs, al menos podría ayudar a despertar un mayor interés por la investigación entre estos profesionales de la enseñanza.
Además de los esfuerzos orientados a garantizar la adquisición de un nivel mínimo de acceso conceptual a los descubrimientos de la investigación educativa, es impor- tante seguir esforzándose por asegurar un buen nivel de accesibilidad física de la información disponible. Congresos, jornadas, revistas especializadas, páginas web, CPRs, informes de investigación (CIDE), etc. son recursos de distinto orden tendentes a facilitar el acceso a los resultados de la investigación en sus diferentes formas. Ahora bien, no conviene olvidar que el acceso físico y conceptual a la investigación no garantiza una modificación perfectiva y automática de la conducta docente. Por ello es crucial considerar el carácter activo o pasivo del receptor de la información. Puesto que el aula es un recinto de difícil acceso, es necesario asegurar al docente un papel activo en la investigación; de lo contrario los resultados no podrán traspasar las puertas de aula. Más aún, si el docente se siente mero sujeto pasivo o no percibe que necesita soluciones para sus problemas de docencia, cualquier sugerencia que se le haga no tendrá efectos en el aula. Todo lo anterior pone de manifiesto la difícil situación en que se encuentran los investigadores de la educación, sobre todo los universitarios, a la hora de hacer conocer los resultados de sus investigaciones a otros profesionales de la educación. De hecho, cualquiera que sea el medio que se utilice para llevar los conocimientos alumbrados por la investigación a los usuarios no tendrá éxito, sin la activa cooperación de éstos.
En realidad, al intentar dar una respuesta a la cuestión de la transferencia del conocimiento procedente de la investigación educativa hay que analizar y resolver un problema previo, la casi nula demanda de los docentes de primaria y secundaria. Esta inexistencia de demanda podría ser la consecuencia de la influencia de un conjunto de factores tanto escolares como extraescolares. Por una parte, los científicos se afanan por buscar explicaciones a los fenómenos porque esta búqueda es una parte consus- tancial de la naturaleza de la ciencia y de su tarea; en cambio, entre las tareas de los docentes no se contempla la búsqueda sino la transmisión a sus alumnos de los conocimientos disponibles; y esto no implica la necesidad de buscar cómo hacerlo. La solución para este problema debería tomar en consideración la conversión de la escue- la en un laboratorio o en una comunidad que aprende. Por otra parte, la carrera docente y el sistema de incentivos carecen de suficiente fuerza para convencer a un número representativo de estos profesionales para que busquen ayuda en las aporta- ciones de la investigación educativa con el fin de mejorar su actuación en el aula. Ahora bien, la cuestión de la baja demanda no puede convertirse en una justificación
para el aislamiento de los investigadores universitarios en su torre de marfil. Aunque las actitudes y los valores de los futuros docentes sean bastante resistentes al cambio, no se puede olvidar que la formación inicial juega un papel de primera magnitud en la adquisición de un espíritu abierto a las innovaciones apoyadas en los conocimientos científicos. De hecho, del mismo modo que el médico, el abogado o el ingeniero aprenden lo básico de su oficio durante su formación universitaria, también los maes- tros y los profesores han de adquirir este espíritu investigador en los centros de formación del profesorado y de este modo romper el círculo vicioso de la inaccesibili- dad de los resultados de la investigación educativa.
En cualquier caso, es preciso recalcar que mejorar el nivel de accesibilidad no garantiza que la utilización de los resultados de la investigación sea idéntica. Para empezar, estos resultados no pueden utilizarse como si se tratase de tomar decisiones en el marco de una organización cuyas características se conocen a la perfección. En el contexto educativo la investigación aporta datos que son las más de las veces utiliza- dos para reducir la presión externa o para circundar las expectativas sociales (Hult- man et al., 1995) y en menor medida por su carácter técnico. Hay que resaltar también que la utilización del conocimiento procedente de la investigación depende en gran medida de la cultura organizacional en que los docentes se encuentran inmersos. Esta cultura puede actuar como acicate o, al contrario, como freno a la hora de intentar acceder a los descubrimientos de la investigación y utilizarlos.
d) Cierta indefinición del sistema educativo
Centrándonos en la situación española, la promulgación de las distintas leyes orgánicas y los diversos decretos y resoluciones que las desarrollan (LOECE, 1980; LODE, 1985; LOGSE, 1990; LOPEG, 1991; LOPEGCE, 1995) ha producido una progre- siva descentralización que refleja lo que ocurre en la vida política del país (Ordóñez & Seco, 1998). Sin embargo, para conservar una mínima coherencia a nivel nacional, se ha definido un conjunto de objetivos mínimos que todo ciudadano en formación debe alcanzar en cada nivel de su recorrido escolar. Ahora bien, la autonomía de la que gozan los centros para diseñar sus programaciones les garantiza un amplio margen de libertad para definir los contenidos concretos que deben ser cubiertos para que los objetivos mínimos sean alcanzados. A esta autonomía hay que añadir la relativa discrecionalidad con la que cada profesor puede actuar en su aula. Todo ello define un contexto en cierto modo inestable; aunque teóricamente el currículo sea similar, de hecho puede haber diferencias notables. Esta inestabilidad puede verse incrementada por la progresiva implicación de la comunidad circundante (alumnos, padres de alum- nos, ayuntamiento, sindicatos, etc.) en la marcha de los centros, por no hablar de la diversidad entre comunidades autónomas.
En estas condiciones, la presión ambiental para que la escuela proporcione una educación de calidad hace que la comunidad escolar sea sumamente sensible a las modas. Estas modas llegan y se diluyen tan rápidamente que apenas da tiempo para generar una base de conocimientos veraces acerca de sus efectos sobre la educación. Así las innovaciones se justifican en virtud de exageraciones en cuanto a sus fundamentos teóricos, anécdotas o imperativos morales. De esta manera aparecen y desapa- recen, para volver a reaparecer años más tarde bajo una forma más o menos mejorada, propuestas del tipo enseñanza programada, enseñanza en equipo, enseñanza indivi- dualizada, aprendizaje auténtico, etc. Los supuestos principios psicológicos subyacen- tes apenas resisten un simple análisis: parecen más bien ser el resultado de presiones socio-políticas o de determinados grupos de presión más o menos bien intencionados. La financiación escolar en función de los resultados académicos producidos por el centro o en función de cualquier otro criterio relacionado con su funcionamiento interno lo hace más vulnerable a las propuestas innovadoras.
Quizás convenga recordar que la actual situación del sistema educativo es tributa- ria de una larga historia que ha potenciado una fuerte centralización. Esta tendencia aún se percibe en la fuerza de las casas editoriales. Como antaño, éstas son las que de hecho se encargan de materializar las directrices ministeriales o autonómicas en forma de libros de texto y otros materiales didácticos de apoyo y en cierto modo limitan las posibilidades de desestabilizar aún más el sistema. Este hecho protege a los profesores contra las diversas olas de reforma, reforma a medias y contrarreforma que última- mente asaltan sus aulas. Pero a su vez supone una seria limitación a la hora de establecer una programación de aula madurada personalmente, basada en principios psicológicos y pedagógicos y en la experiencia. También es cierto que escasea el tiempo disponible no sólo para participar activamente en la vida de la comunidad escolar sino también para revisar críticamente la actuación dentro del aula (Martín, 1999).
Estas dos visiones del sistema educativo —indefinición versus rigidez— no son incompatibles; al contrario, están relacionados. La diversidad y sobre todo la ambi- güedad de metas a cumplir prácticamente condenan a los profesionales de la docencia a refugiarse en una suerte de rigidez defensiva ante la obligación de llevar a cabo cambios sustanciales en su práctica (Kennedy, 1997): se limitan a realizar pequeños ajustes marginales, afirman que ya han ejecutado los cambios propuestos por los reformadores o aseguran que la investigación justifica su práctica actual.
Aunque el sistema educativo haya evolucionado sensiblemente en los últimos años, algunas de sus características básicas apenas han cambiado: por ejemplo, el carácter de las interacciones entre profesor y alumnos dentro del aula. Entre las razones que explican este inmovilismo cabe señalar no sólo la estabilidad de las creencias y valores de los profesores en cuanto a lo que debería ocurrir dentro del aula, sino también las restricciones estructurales sobre la práctica docente. La enseñan- za se configura como un proceso de intervención cuyo objetivo es mejorar a otros seres humanos, pero es una tarea para la cual no existen estrategias claras y cuyo éxito depende en gran medida de la motivación y de las habilidades de los alumnos. Todo ello deja un amplio margen a la incertidumbre que interactúa con la dependencia de los profesionales de la docencia de la buena o mala disposción de los clientes (Cohen, 1988). Así, el intentar alcanzar metas de más alto nivel implica trabajar en un contexto caracterizado por un mayor nivel de inseguridad respecto del probable éxito de la intervención y por una mayor dependencia de las habilidades y motivación de los alumnos, lo cual incrementa el nivel de vulnerabilidad de los profesores. La inseguridad en la docencia impulsa la utilización de prácticas conservadoras (Lortie, 1975) y por otra parte la exploración de ideas innovadoras introduce más riesgo de fracaso que el recurso a ideas existentes, además de dificultar la vuelta atrás cuando la innova- ción no produce los resultados esperados. La vuelta atrás es más segura, rápida y predecible cuando se trabaja con ideas conocidas. Finalmente la situación se se vuelve cada vez más compleja a medida que más grupos —políticos o sociales— presionan para que se reconozcan determinadas particularidades. Por ello los profesores se imponen algunas limitaciones, lo cual contribuye a la estabilidad de este complejo entramado de relaciones y favorece la apatía ante las muchas ideas razonables oferta- das con frecuencia por los investigadores.
Esta situación implica como consecuencia para el campo de la investigación educa- tiva una gran dificultad para producir un cuerpo de conocimientos que sea a la vez estable y útil a los profesionales de la enseñanza. De hecho a la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre los programas más útiles a este respecto, se añade la multiplicidad de metas y orientaciones, con frecuencia contradictorias. Así, el cambio de orientación de una institución como el CIDE, por ejemplo, suele implicar una cierta modificación en las líneas de investigación y en la financiación de proyectos de investigación. A todo ello se añade una abundante literatura que aparentemente está más preocupada por justificar o vilipendiar determinados modos de investigar que por integrar los conocimientos que se ha conseguido adquirir, quizás porque no hay acuerdo ni sobre los métodos más adecuados para esta tarea, ni sobre el papel del investigador dentro de este marco, ni sobre lo que debemos considerar como nuevos conocimientos segu- ros y verificados (Peterson, 1998).
La relativa carencia de capacidad persuasiva, de relevancia, de pertinencia y de accesibilidad de la investigación educativa así como la relativa rigidez-indefinición no sólo del sistema educativo sino también de los profesores dificultan en gran medida la posibilidad de reducir o quizás eliminar la distancia que la separa de la práctica educativa. Sin embargo, si se consigue facilitar el acceso docente a los descubrimientos a través del establecimiento de un puente conceptual entre profesores e investigadores cabe esperar que los efectos de la investigación se perciban en la práctica con más nitidez y rapidez. Si los formadores de las futuras generaciones de docentes de los niveles primario y secundario prestan la debida atención a la modificación de las creencias y valores previos de los futuros candidatos a lo largo de su período formati- vo se puede conseguir, al menos en teoría, que las propuestas de mejora alcancen más rápidamente a los alumnos y al sistema educativo.
e) Ambigüedad de las relaciones del investigador entre el investigador y el profe- sional de la enseñanza
El panorama que se acaba de esbozar revela una situación compleja en la que los roles en el marco de la investigación educativa no están tan palmariamente definidos como se quisiera. Ciertamente parece cada vez más evidente que se debe reservar un papel activo en la investigación a los profesores. Sin embargo, no aparecen propuestas claras de cómo conseguirlo.
Para empezar, no resulta fácil compaginar el papel de docente no obligado a investigar y el de activo participante en todo aquello que tiene como finalidad mejorar la docencia. Está claro que los dos roles son diferentes y sus resultados no están ostensiblemente relacionados a menos que se amplíe el concepto de investigación para incluir cualquier actividad realizada en el marco de la mejora de la actividad docente. Aun en este caso en que un mismo individuo ejecuta ambas tareas se plantea el curioso problema de saber si es la investigación la que guía la acción docente o si por el contrario es la docencia la que influye en la investigación o si ambas interactúan sin que se pueda decir que una es anterior a la otra.
Dependiendo de cuál sea el modelo de investigación de que se trate, los roles tienen perfiles diferenciados. Si en el modelo cuantitativo el docente tiende a aparecer, en un plano secundario, como la persona encargada de llevar a cabo determinadas tareas diseñadas para verificar ciertas hipótesis, en el modelo naturalista su peso específico se incrementa notablemente. Sin embargo, en este último caso, a menos que el profesor se implique personalmente, su papel será tan pasivo como en el primer caso. Este aumento o disminución acaba dando la impresión de que la presencia o ausencia del profesor en la investigación no tiene mayor relevancia.
Del mismo modo que el paso de la teoría a la práctica se ha revelado muy difícil, la relación entre profesionales de la enseñanza y los investigadores, resulta como mínimo incierta. De hecho, cada profesional —de la práctica o de la investigación— tiene su propio ámbito de actuación aunque ambos estén relacionados al menos a través del fenómeno educativo. Esta diferencia impide que ambos vean su objeto desde la misma perspectiva porque sus objetivos son también diferentes. Investigar para incrementar el caudal de conocimientos que se tiene sobre los educandos o sobre la enseñanza no es equivalente a indagar para mejorar la actuación dentro del aula.
La diferencia a la que acabamos de referirnos se refleja en la percepción que ambos tienen del contexto en el que se desarrolla la tarea investigadora. Del mismo modo que las motivaciones que impulsan la ejecución de un proyecto de investigación pueden ser muy variadas, así son las percepciones del contexto. En un caso el aula no es nada más que el lugar idóneo para poner a prueba determinadas hipótesis, mientras que en el otro se trata de un microcosmos compuesto por individualidades que exigen una atención específica diariamente diferente y susceptible de ser mejorada: sujetos frente a alumnos. Aunque quepa la posibilidad de cruzar la frontera que separa ambas concepciones, no se nos escapa que las diferencias, empezando por el vocabulario, son muy notables.
Por otra parte, existe una multitud de otras influencias que limitan no sólo la capacidad de comunicación de ambos profesionales sino también que distraen su atención respecto de los objetivos que deben alcanzar. Así, ya hemos comentado la cuestión de los poderes públicos que financian gran parte de los esfuerzos de inves- tigación y que esperan obtener resultados aplicables de modo inmediato al ámbito educativo, mientras que los profesionales de la enseñanza, quienes tienen como materia prima a seres humanos que se caracterizan por ser únicos, buscan remedios para su tarea diaria en contextos tan concretos que no logran localizar las ayudas que necesitan, pues las que se les proponen o son técnicamente inalcanzables o no son realistas.
A modo de conclusión, podríamos reiterar que es necesario establecer mejores puentes de comunicación entre la investigación y la práctica educativa pese a las dificultades de una insuficiente financiación, escasa demanda, diferencias de intereses y a lo poco atractivo de los medios divulgativos. Es decir, los investigadores han de esforzarse por participar más activamente en la formación inicial de maestros y profe- sores así como conectar la investigación a la práctica a través de la implicación de los docentes en el diseño y ejecución de proyectos. A pesar de todas las ambigüedades que esta situación plantea, no se nos escapa que este programa exige una considerable modificación del actual estado de cosas. Y aunque la investigación educativa aún no haya merecido ningún premio Nobel, debe intensificar su silenciosa tarea con el compromiso de optimizar su objeto de estudio: la educación.
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