En una serie de
artículos breves firmados por ex-presidentes de AERA durante el último cuarto de siglo y publicados por Educational Researcher en los números de sus volúmenes 26 y 27 (1997 y 1998) bajo el epígrafe genérico «The Vision Thing»: Educational Research and AERA in the 21st Century, se hace una radiografía de la investigación pedagógica y su futuro inmediato1 . Las visiones son variadas pero, junto a ciertos rasgos más o menos positivos, se insinúa que la imagen de la investigación en el marco científico-académico se identifica con un añadido que se tolera, y al que se recuerda con frecuencia que no puede aspirar a situarse en el mismo nivel que las ciencias por excelencia. Y en cierta medida, la idea de arte que caracteriza a la educación refuerza para la pedagogía este estigma de ciencia menor. Dentro de este mismo campo no faltan quienes sugieren más o menos abiertamente que los investigadores 1 En el número 4 del volumen 26 de la revista Educational Researcher de AERA, se inicia la primera de una serie de cinco entregas en las que diecisiete ex-presidentes exponen sus puntos de vista sobre el futuro de la investigación educativa: Part 1: Competing Visions of What Educational Researchers Should Do (1997); Part 2: Competing Visions for Enhancing the Impact of Educational Research (1997); Part 3: Perspectives on the Research-Practice Relationship (1997); Part 4: The Future of Scholarly Communications (1997); Part 5: A Vision for Educational Research and AERA in the 21st Century (1998). 12 Arturo de la Orden Hoz y Joseph Mafokozi educativos deben aprender a convivir con una forma menor de conocimiento (Labaree, 1998). Además de los problemas intrínsecos, la investigación educativa viene afectada por una serie de circunstancias que acentúan su imagen negativa. Entre estas cabe destacar las siguientes: (a) la pérdida de la inversión económica; (b) la división de la comunidad científica; (c) la excesiva politización del campo; y (d) el carácter obvio de las cuestiones estudiadas y los resultados obtenidos (Gage, 1991; Kaestle, 1993).
a) La pérdida de la inversión económica
Comparados
con los resultados de la investigación médica, por ejemplo, los de la
investigación educativa aparecen claramente infravalorados, sobre todo a la
vista de la cantidad de fondos invertidos en la tarea. Así, se suele dar por
sentado que, puesto que todo el mundo ha pasado por la escuela, sabe en qué
consiste una buena enseñanza. Siguiendo con este razonamiento, lógicamente no
haría falta investigar al respecto. Se admite sin discusión que nadie está en
condiciones de curarse solo una enfermedad de cierta gravedad; en cambio se
acepta, como si fuera una obviedad, que cualquier persona sensata sabría cómo
mantener el orden en un aula de 3º ESO con alumnos desmotivados procedentes de
un barrio del extrarradio de una gran ciudad moderna. Si un equipo de
investigadores educativos llega a la conclusión de que, para ser eficaz, la
educación debe iniciarse antes de la escolarización formal y además ser
continua, se le sugiere que para semejante resultado no hacía falta invertir
tantos millones. Sin embargo, lo que parece evidente hoy es el resultado de
décadas de pacientes pesquisas que en ciertos casos ha ido integrándose en la
actividad cotidiana de los profesionales de la enseñanza y hasta ha tenido
alguna influencia en las decisiones de los legisladores. Ahora bien, quizá la
progresiva reducción relativa de la financiación dedicada a la investigación
educativa esté reflejando esa impresión desfavorable generalizada. Por una
parte, los legisladores podrían estar convencidos de que la investigación
educativa carece de pertinencia. Habiendo estado ellos mismos en la escuela
durante al menos una década de su vida, sucumbirían a la tentación de dar por
supuesto que saben lo que los nuevos educandos necesitan. A la vista de la
manera un tanto accidentada en que se están aplicando las numerosas leyes
promulgadas a lo largo de los últimos quince años, cabe preguntarse si ha
habido una suficiente investigación previa para el estudio de las consecuencias
tanto positivas como negativas de las mismas. Más bien, parece que los
legisladores han cedido unas veces a la presión ideológica del partido o
coalición gobernante y otras a una cierta corriente voluntarista minoritaria
cuyo empuje ha sido frenado por las fuertes lagunas de los maestros y
profesores en los campos relacionados con los nuevos cometidos que debían
asumir en la reforma educativa (García Llamas, 1998). Por otra parte, a la hora
de valorar las evidentes mejoras que se producen en la escuela, no se reconoce
ni política ni socialmente el papel de la investigación educativa. Así,
mientras se admite, por ejemplo, que el control de la tuberculosis es un
importante logro de la investigación médica, se minimiza o se ignora el papel
de la investigación educativa en la mejora de las técnicas de enseñanza o en la
atención La investigación educativa instructiva diferenciada. Bien es cierto que
los efectos de la investigación educativa tardan mucho tiempo en hacerse
patentes o son excesivamente locales. Pero de ello no se puede culpar a la
investigación: después de todo, ésta no controla cuándo, cómo, por qué y a
través de quién sus propuestas teóricas alcanzan el ámbito escolar. Así pues, a
nivel general, no se vislumbra una propuesta que sea lo bastante convincente
para que la gente crea que la investigación educativa es valiosa per se y que
no es suficiente haber pasado por la escuela para saber cómo debería funcionar
correctamente. Más bien se sugiere potenciar la divulgación a través de una
activa cooperación entre la investigación y la práctica y el estudio de
problemas concretos referidos a comunidades específicas para contrarrestar la
imagen de la investigación educativa y así devolver la confianza a los
contribuyentes respecto de su inversión.
b) La división de la comunidad científica.
A
diferencia de otros campos científicos que dan la impresión de gozar de una
envidiable unidad, la investigación educativa se caracteriza por la división y
la rivalidad entre los pedagogos. Esta división podría tener como origen el
efecto conjunto debido a la constante reorganización, la carencia de consenso y
una irremediable falta de seguridad. Cualquier cambio gubernamental que afecta
a los organismos estatales o regionales responsables de cuestiones educativas
inevitablemente tiene efectos sobre la línea investigadora en vigor. Podría
parecer que el hecho de haber sido esbozadas las funciones del INCE (Instituto
de Calidad y Evaluación) en la LOGSE (Art. 62), por ejemplo, protegería a este
organismo de las turbulencias debidas a los cambios personales en la cúpula.
Sin embargo, la previsión del apartado 4 del artículo que especifica que «Las
Administraciones educativas participarán en el gobierno y funcionamiento del
Instituto de Calidad y Evaluación. …» deja abierta la posibilidad de que
influencias extrañas al ámbito estricto de la investigación y evaluación
interfieran. Es evidente que los cambios que se producen, bien sea para
clarificar el papel de este tipo de organismos en el marco del sistema
educativo o bien para nombrar a sus directivos, implican rupturas que pueden
ser beneficiosas en unos casos y perniciosas en otros. Una historia comparativa
de este tipo de organismos debería poder indicar bajo qué clase de liderazgo
fue mayor su productividad y cuál fue la calidad alcanzada. La falta de
consenso de la comunidad científica en prácticamente todos los aspectos
relacionados con la investigación educativa (metas, resultados, prioridades y
procedimientos de financiación) marca el segundo eje de la impresión de
fragmentación. El desacuerdo sobre las metas apenas sorprende, pues es el
efecto directo de la influencia de la política: cada administración, nacional o
autonómica, quiere marcar su diferencia intentando alcanzar un objetivo
diferente. Mientras en algunas comunidades autónomas se concede una gran
importancia al estudio del bilingüismo y sus efectos sobre el rendimiento
escolar, por ejemplo, desde la administración estatal se potencian estudios que
garanticen el logro de un nivel mínimo para todos los ciudadanos en proceso de
formación. Esta situación obliga a adecuar las líneas de investigación para
poder obtener financiación más fácilmente. El efecto de esta exigencia se 14
Arturo de la Orden Hoz y Joseph Mafokozi adivina sobre todo en las convocatorias
autonómicas en las que las bases piden específicamente que los resultados
obtenidos puedan ser aplicables en la correspondiente comunidad. La
politización que resulta de este proceder es evidente: los proyectos se diseñan
de forma tal que puedan convencer a los seleccionadores que han de decidir en
una comisión nombrada y dirigida por el correspondiente director general de
investigación. La distracción que esta presión provoca en los investigadores
lleva a la disgregación en pequeños grupos inconexos, en ciertos modos
incapaces de producir algo susceptible de ser puesto en común. Sin embargo, se
puede sospechar que la ausencia de consenso sobre las metas va más allá de la
influencia política: podría ser el resultado de la falta de consistencia del
campo donde actúan los investigadores educativos. Al no poder proporcionar
datos claros para una tajante toma de decisión a favor de una u otra línea de
actuación, la investigación educativa opta por un poco de todo. La carencia de
consenso alcanza hasta los resultados de la investigación educativa, dando la
impresión de que hay pocos conocimientos sólidos acumulados. De hecho, en la
literatura ad hoc se pueden encontrar tantos estudios a favor de un determinado
modo de entender la educación y la enseñanza como en contra. El resultado de
los esfuerzos por forjar algo parecido a un consenso todavía está por llegar.
Posiblemente la propuesta metaanálitica sea una solución que conviene tomar
seriamente en consideración. A la espera de que el metaanálisis ofrezca una visión
unitaria de los resultados alcanzados hasta ahora, la diversidad no hace sino
incrementar la sensación de disgregación de la comunidad científica. Los
cambios competenciales entre los distintos niveles de la administración
educativa y, por lo tanto, de la investigación en este campo, no constituyen,
desde luego el contexto idóneo para que los investigadores puedan asegurar que
van hacer las cosas como creen que deben hacerlas, mucho menos los
principiantes o aquellos que no son investigadores de reconocido prestigio. Por
otro lado, si no se dispone de un programa de investigación definido en
términos claros o los criterios para seleccionar entre los proyectos de los
solicitantes de financiación son imprecisos, no se puede tener un programa de
calidad. Además cuando los investigadores se quejan más o menos abiertos y
públicamente al respecto, se incrementa la impresión de división y precariedad.
Así, la queja sobre la falta de especificación y de publicidad de los criterios
de evaluación/selección de proyectos del CIDE (Velaz de Medrano, 1997)
evidencia una sensación de inseguridad de una parte de la comunidad científica
española.
c) La excesiva politización del campo.
Aunque los educadores sigan empeñados en
presentar la enseñanza y la educación como campos que deben mantenerse
independientes de las opciones políticas, probablemente sea un anhelo
imposible: el hecho de que esté prevista una importante partida de los
presupuestos generales del Estado muestra que existe una lógica preocupación en
las más altas esferas de la política nacional. Lo que puede variar, en función
de las sensibilidades políticas, es la cuantía de la asignación y/o el modo La
investigación educativa 15 concreto en que se piensa lograr determinados
objetivos como la universalidad de la educación o el incremento de su calidad.
A este respecto, por ejemplo, nadie discute el objetivo en sí sino que las
tensiones políticas surgen a la hora de definir los modos de concretar los
medios así como el reparto de los mismos. En este marco, los resultados de la
investigación educativa se utilizan para apoyar cada uno sus propias tesis.
Así, algunos de los resultados del «Diagnóstico del Sistema Educativo. La
escuela secundaria obligatoria» (INCE, 1997) fueron interpretados a veces
erróneamente, pero casi siempre a favor de determinadas tesis, a pesar de las
claras advertencias de los investigadores. Esta tendencia a la politización
acaba dando la impresión de que la investigación educativa no es científica, de
que los hechos pueden ser manipulados sin que ocurran consecuencias
irreparables. Sin embargo, la política puede también trabajar a favor de la
investigación educativa, aunque en este caso los investigadores de reconocido
prestigio necesitan poseer un fino olfato político para saber cómo, cuándo y a
quién dirigirse para solicitar la financiación necesaria para ejecutar los
proyectos de investigación que se consideren prioritarios.
d) El carácter obvio de las cuestiones estudiadas.
Desde
filósofos de las ciencias sociales (Phillips, 1985), pasando por investigadores
en ciencias mejor asentadas, escritores, profanos, políticos e incluso
prestigiosos educadores, muchos han destacado el carácter obvio de los
resultados de la investigación educativa. De allí a acusar a la investigación
educativa de perogrullesca sólo hay un paso: las afirmaciones contenidas por
ejemplo en el modelo del aprendizaje escolar de J. B. Carroll, el aprendizaje
para el dominio de Benjamin Bloom o el concepto del tiempo implicado en la
tarea académica desarrollado por Charles Fisher y David Berliner provocan una
sonrisa compasiva, pues parece evidente que cuanto más tiempo pase un alumno
estudiando, practicando e implicado en los contenidos o destrezas a aprender,
más elevado será el aprendizaje logrado. En el mismo sentido, es inútil
extrañarse ante el hecho de que las correlaciones entre el tiempo implicado en
la tarea y el rendimiento no sean perfectas, porque fuera del laboratorio los
resultados correlacionales nunca son perfectos, ni siquiera en las ciencias
naturales. En estas circunstancias, no se puede hablar de investigar en
ciencias sociales sin ser acusado de querer descubrir lo obvio. Probablemente
la crítica más acerba, y probablemente injusta, sea la que manifiestan los
profesionales que están trabajando a diario con los alumnos. Con demasiada
frecuencia se oye destacar la inutilidad de la investigación educativa para el
trabajo cotidiano en el aula. Parece como si los investigadores dedicaran lo
mejor de sus fuerzas a desentrañar algo que ya conocen los profesores o que no
sirve para nada puesto que no sale de los cajones de las mesas de los despachos
universitarios para servir de guía a la tarea del maestro en su aula. Y si
consigue llegar al aula su utilidad resulta muy cuestionable pues no responde a
las características de las condiciones concretas en las que cada especialista
desarrolla su labor. Demasiada distancia entre el teórico universitario, sobre
todo el cuantitativo, y el profesional que está al pie del cañón. 16 Arturo de
la Orden Hoz y Joseph Mafokozi Conviene observar, sin embargo, que la mayoría
de las críticas vertidas contra la investigación educativa no son
suficientemente específicas. Los autores de tales afirmaciones generalmente no
realizan ningún análisis de contenidos para criticar resultados concretos. Un
estudio más detenido de algunos de los resultados calificados como truismos
revela un panorama bien distinto. Veamos un caso: si fuera una verdad de
Perogrullo que los pequeños grupos son más fáciles de controlar que los
grandes, entonces su tiempo dedicado a la tarea y su rendimiento deberían ser
mayores. Y sin embargo, los investigadores de estos asuntos conocen muy bien lo
difícil que es esta cuestión y otras parecidas. A modo de ejemplo, el notable
trabajo de Fraser (1987) sobre los aspectos más importantes de un modelo de
aprendizaje del alumno resulta bastante revelador al respecto: de los 7.827
estudios de que consta su revisión meta-analítica, 77 se refieren concretamente
al estudio del rendimiento en clases de pocos alumnos; las 725 relaciones
obtenidas a partir de una ingente muestra de 900.000 alumnos arrojan una
magnitud del efecto general francamente despreciable de r = -0.04. No obstante,
concluye esta sección con un comentario muy esclarecedor: «Sin embargo, la
relación puede ser marcadamente diferente dependiendo de los tamaños de clase
comparados. Una diferencia entre una clase de 40 alumnos y otra de sólo 1 es
substancial, en cambio es despreciable la diferencia entre una clase de 40 y
otra de 30. La relación con el rendimiento se expresa mejor con un gráfico en
la que se dibuja una curva exponencial con un eje en 1, un punto de inflexión
alrededor de 15 y una asíntota más baja en torno a 30-40» (Fraser, 1987). En
otras palabras la relación entre tamaño de una clase y rendimiento no es una
perogrullada; su carácter probabilístico se evidencia en el hecho de que para
obtener una mejora del rendimiento de alrededor de un percentil es necesario
reducir la clase entre un tercio y la mitad. Eso, además, quiere decir que
otras variables tales como la duración de la instrucción y otras
características tanto individuales como ambientales mediatizan esta relación.
Lo que bien podría considerarse una perogrullada es afirmar que un resultado
dado en el ámbito educativo es el fruto de la influencia conjunta de muchas
variables. Lo que de ningún modo debería considerarse innecesario es el
esfuerzo orientado a averiguar la naturaleza de ese conjunto de variables y la
fuerza que las relaciona con el resultado observado o esperado. La aceptación
de la existencia de relaciones probabilísticas expresadas bajo la forma de, por
ejemplo, los alumnos tienden a aprender más, cuanto más tiempo invierten en una
materia, implica asignarle a la investigación la tarea de determinar la fuerza
de la tendencia o la magnitud de una correlación hipotetizada. A juicio de Gage
(1991), aquí radicaría una de las claves de la solución del problema de los
truismos en la investigación educativa: la investigación se hace necesaria para
convertir las expresiones genéricas, de algún modo siempre verdaderas, en algo
más específico y valioso para la teoría y la práctica. En otras palabras,
aunque la expresión general sea una perogrullada, su concreción, o sea
determinar la magnitud de la probabilidad y los factores que afectan esa
magnitud, exige investigación. Por otra parte, llaman la atención los
resultados de la investigación de las condiciones en las que la gente afirma
que una conclusión dada es obvia. De un ingenioso La investigación educativa 17
estudio de Baratz en 1983 (Gage, 1991) replicado y ampliado por Wong cuatro
años más tarde, diseñado para evaluar el grado en que la gente, erudita o no,
realiza afirmaciones que contradicen la evidencia empírica y/o el sentido
común, se saca una conclusión aleccionadora: el conocimiento previo de un
resultado aumenta la impresión de que ese resultado es evidente, sea conforme a
lo obtenido en la indagación experimental u observacional o no. Por otra parte,
ante dos formulaciones opuestas del resultado de una investigación la gente
encuentra difícil distinguir los verdaderos descubrimientos de los falsos. Se
pueden encontrar otros muchos ejemplos en el contexto de la investigación
educativa en los que el reproche de emplear su tiempo en averiguar truismos
debería ser revisado. Aunque personas inteligentes pudieran siempre predecir
sin investigación la dirección de una relación entre dos variables, no podría
predecir ni su magnitud ni sus contingencias sin un conocimiento basado en la
investigación. La conclusión que como fruto de estos estudios se podría sacar
es relativamente clara: considerar que los resultados obtenidos por la
investigación educativa son obvios es muy cuestionable; la sensación de que la
conclusión obtenida de una investigación es obvia carece de fiabilidad. Si fuera
fiable, cualquier persona podría realizar predicciones certeras o evitar
dejarse engañar por sus sentidos o por el ambiente. Ahora bien, por supuesto,
podría decirse que en sus diseños los investigadores Baratz, Wong y otros no
tuvieron en cuenta el campo de formación de los investigados y que por lo tanto
era inevitable, obvio, que obtuvieran los resultados que acabamos de comentar.
Aunque eso pueda ser cierto, los resultados siguen siendo válidos, sobre todo
con respecto a la investigación educativa. Por una parte, nadie puede asegurar
que lo sabe todo sobre todos los temas. Por lo tanto una sombra de ignorancia
se proyecta sobre todo el mundo en alguna esfera de sus conocimientos. Por otra
parte, en cuestiones relacionadas con lo humano da la impresión de que la
ignorancia se transmuta en sabiduría. Y si a eso se añade el hecho innegable de
que todo ser humano es de algún modo, en alguna de sus facetas, objeto de
estudio de las ciencias sociales se puede comprender lo que sucede ante
determinadas situaciones: el sujeto objeto de investigación en ciencias humanas
puede considerarse legitimado para realizar cualquier tipo de afirmación tanto
a priori como a posteriori sobre los resultados de las indagaciones realizadas
sobre él y sus semejantes. En ese sentido parece desde luego inevitable que se
considere obvia cualquier afirmación realizada acerca de la conducta humana. La
tendencia a aceptar cualquier resultado como obvio o a formular afirmaciones
sin una fundamentación sólida hace necesaria la investigación. Esta necesidad
es aún más imperiosa dado que el objeto de la investigación educativa facilita
la formulación de tales afirmaciones, en algunas ocasiones rotundas, por parte
de un número considerable de sujetos.